25 nov 2009
EN PLENA LUCIDEZ
W.G.G
Tebi levantó la cabeza, dirigiendo sus ojos celestes hacia el ventanal que cubría la fachada oeste del aula magna del F.I.U, luego los posó sobre el campus desbordado por una exuberante y joven primavera. Una bandada de gorriones y un solitario cuervo, sumergidos a medias en la fuente, inflaban sus plumas y aleteaban tirando agua para todos lados.
Esteban Rodríguez, sin dejar de mirar al exterior, dijo en voz baja y muy ligero de cuerpo: —Tres millones, doscientos trece mil, quinientos setenta y tres. Para ser más exactos, punto siete, cuatro, dos, uno.
El examinador agarró el libro que estaba sobre su escritorio, chequeó la respuesta, miró al joven con incredulidad y volvió a revisar la solución del problema. Era una complicada ecuación matemática que a cualquier estudiante destacado de cursos superiores, le tomaría de veinte minutos a media hora resolver. Aquel insulso muchacho de segundo año, le enrostró el resultado final con una precisión escalofriante y en solo cuarenta segundos.
—¡Escriba en la primera hoja las soluciones, por favor! No hace falta que me las diga —dijo el catedrático entre molesto y cohibido.
No era alumno suyo, pero accedió a tomarle el examen a pedido de un colega amigo, ausente por enfermedad. Había casos extraordinarios en los cuales se aceptaban este tipo de test individual. El estudiante elegido debía tener una contundente razón para este privilegio. Al profesor no le pareció que Rodríguez sufriera de los trastornos que su compañero le había descripto. Se acomodó en un sillón y estudió el legajo con detenimiento, el maldito era un verdadero genio. En su vida había visto calificaciones como estas.
Aun no repuesto del efecto que le produjo descubrir tamaña inteligencia, se paró, haciéndose el distraído, como a tres pasos a espaldas del joven. Desde allí observó perplejo como Rodríguez resolvía nueve de los diez interrogantes restantes, utilizando poco más de ocho minutos.
El profesor levantó su campera del respaldo de una silla y se dirigió hacia la puerta moviendo la cabeza en un gesto de incredulidad. Ahora tendría que pensar que hacer con la hora y cincuenta minutos que le quedaba libre. No debería preocuparse por ello, porque el problema numero once, el más sencillo de todos, le iba a insumir al chico una hora cuarenta minutos.
Estiró la mano agarrando el cuestionario que Tebi le devolvía. La mirada perdida y turbia del muchacho lo impresionó. Se despidió balbuceando un ininteligible buenas tardes y bajó atolondradamente las escaleras.
El hombre no necesitó recurrir al libro para comprobar el resultado de la última ecuación. Los números eran difíciles de descifrar, a medida que avanzaba en la resolución se iban deformando hasta transformarse, al final, en líneas rectas sin sentido.
Pasó a media cuadra del auto de sus padres, ellos no lo vieron, él no los conoció. Agarró el boulevard Biscayne y caminó sin pensar a donde se dirigía. Avanzaba con furia, como si algo impostergable lo estuviese esperando. Cuando los primeros astros estrenaron el firmamento y las sombras se ensancharon convirtiéndose en noche, el errante y descoordinado joven surcaba barrios y baldíos con la vista fija en un horizonte borroso e inalcanzable.
Diez años antes, buscando el paraíso, comenzó a rodar su pesadilla…
II
Nació en el 81, en la pequeña Habana, un populoso barrio cubano pegado al downtown de Miami. Hijo único, de madre argentina y padre cubano, llevó una vida apacible, con las obligaciones mínimas exigidas a un muchacho de su edad, concurrir al colegio y graduarse. Tuvo dos novias y un perro, a quienes trató con la misma deferencia. Más que nada para no contradecir a sus viejos, jugó al fútbol, al béisbol y hasta llegó a tocar el chelo en la filarmónica de la escuela. Supo de su vocación por no ser nadie, cuando faltando tres meses para terminar el secundario, le daba lo mismo alistarse en el army, hacer algún cursito en el Miami Dade College o irse a trabajar en un Mc Donald.
Jamás llegaría a tomar tal decisión, pues al anochecer del día diecinueve, en el sexto mes del noventa y nueve, su existencia daría un brusco coletazo.
En el momento en que el 747 de Air-Jamaica, con destino a Kingdom, encendió las turbinas en el aeropuerto internacional de Miami, una fina y persistente llovizna empapaba la pista central. Esteban Rodríguez y otros veintísiete estudiantes del curso final del South Miami High School, se disponían a realizar el tan esperado viaje de promoción.
El avión carreteó los primeros mil metros, aparentemente, sin problema alguno. Dos kilómetros lo separaban del grueso muro de concreto que corría paralelo a la autopista, bordeando la parte sur del aeropuerto. Faltando unos novecientos metros, Tebi intuyó que algo realmente malo estaba sucediendo. A esa velocidad, ya tendrían que haber levantado vuelo. Las caras de terror de sus amigos le indicaron que no era el único que pensaba así. Comprendió que debía actuar con rapidez, escasos segundos los separaban de la colisión. Tres metros más atrás se hallaba la salida de emergencia. Saltó sobre los asientos y la destrabó. Hizo señas para que lo siguieran y salió al exterior, desplazándose con cautela, en cuatro patas, sobre la mojada ala del avión. Solo dos o tres personas lo imitaron. Miró hacia bajo y esos cinco metros de altura se le hicieron veinte. La pared se acercaba a trescientos kilómetros por hora. Los ojos húmedos por la lluvia y el horror. Siempre eludió tomar decisiones importantes, de esas que involucraban su futuro directamente. Se sorprendió con la celeridad con la que estaba actuando esta vez. Entornó los parpados, apretó los dientes y se dejó rodar al vacío.
Hubo siete sobrevivientes del fatídico accidente, ningún compañero del colegio. A él lo cocieron de pies a cabeza, quedó entubado e inconciente por mes y medio. Al despertar, a duras penas reconoció a sus padres. Le costaba muchísimo concentrarse y articular una frase. Cuando lo lograba, sonaba gangoso y bobo.
Pasaron las semanas y un buen día volvió a su casa. Tenía la dolorosa conciencia de que todos lo trataban con lastima, como si estuviesen en presencia de un auténtico mogólico. Luchaba lo imposible para demostrarles lo contrario, pero cuando se movía o abría la boca, las miradas piadosas lo humillaban, deprimiéndolo.
Una madrugada, tres meses después de que saliera del hospital, despertó sobresaltado. La tormenta tropical Helena arremetía contra la ciudad. Una inmensa rama de palta se desprendió, golpeando con estrépito la ventana del joven. Pasado el susto inicial, se sentó en la cama. Lo sobrecogió un fuerte sentimiento de libertad, de nitidez mental. Como si la espesa telaraña gomosa que empantanaba sus ideas, se hubiese esfumado. Se sintió feliz, curioso, excitado. Hasta sus movimientos eran ahora ágiles, decididos. Entre los libros de una estantería empotrada arriba del televisor, sacó uno de cubierta negra, “El Aleph” de Jorge Luis Borges, nunca pudo comprender la erudita prosa del ginebrino. Sin embargo aquella noche lo leyó de cabo a rabo en apenas dos horas y media. Lo embargaba una acuciante sed de conocimientos. Siguió con un tomo de álgebra y uno de geometría, parecían tan simples y elementales que los dejó por la mitad.
Como a las siete y media de la mañana se vistió y estando dispuesto a concurrir a la biblioteca pública, se encaminó hacia la puerta de calle. Giró el picaporte y todo retornó al oprimente color gris. Sus pupilas se nublaron por el llanto y lleno de frustración, se abandonó sobre el sofá del living por el resto del día.
Destiló angustiado las jornadas siguientes, esperando se repitiese el milagro. Nada pasó, más constató, espantado, que su retardo mental había aumentado después del extraño suceso.
Una siesta en que dormía placidamente, ayudado por un par de somníferos, las alarmas contra incendio del edificio se dispararon. Abrió los ojos, encontrándose nuevamente con la hermosa claridad. Supo que despertando bruscamente de un sueño profundo, accedía a una capacidad cognitiva muy superior a la que poseía antes del accidente y que el tiempo que duraban esas etapas, se iba reduciendo a medida que aumentaba su discapacidad.
La ciencia médica no pudo explicar estos pantallazas de genialidad y Tebi, tras centenares de agotadoras revisiones, decidió abandonar la clínica, donde lo observaban como un raro fenómeno. Fue allí cuando se prometió que disfrutaría hasta el último segundo de estos “despertares”. Comprendió a Charly Gordon, aunque se identificó con el ratoncito Algernón y su continua lucha por descifrar el laberinto.
No le fue difícil conseguir una beca para estudiar física en la F.I.U (Universidad Internacional de Florida). Lo autorizaron para cursar vía Internet, solo tendría que ir dos veces al año para rendir los tests. Pudo coordinar, al limite, sus “despertares” con los exámenes. Se las rebuscó para aprobar el primer año con las calificaciones más altas en la historia de esta casa de estudios.
Pasaba las noches en un estado de sonambulismo, caminando torpemente de una pared a otra de su habitación, intentando mantener una minima concentración. Al principio contaba del uno al cien y ya en los días finales, apenas lograba terminar la primera decena, repitiendo con voz trabada, una y otra vez el conteo. Cerca de las seis caía exhausto en la cama y seis horas después, la potente chicharra de un reloj digital, especialmente preparado, lo lanzaba a esos momentos, cada vez más cortos, de vida normal.
La tarde final de aquel fresco viernes de marzo, Tebi se vistió rápidamente con un elegante traje Armani, conseguido por su padre en una tienda de ropa usada. Salió corriendo, saludó a su madre que tomaba mate en el comedor y le acercó un sándwich de jamón y queso que guardó en el bolsillo del pantalón. Ella le recordó que lo esperarían a la salida del examen. Trotando llegó a la parada de bus y se tomó el 3 que lo dejaba a dos cuadras del complejo universitario.
III
Caminó y caminó, atravesando todo el south west, Kendall, Homestad y al llegar a Key Largo, el primero de los callos, al umbral de la medianoche, se desvió del camino, internándose en la tupida vegetación de los Everglades. A la orilla de un pantano, hizo un colchón con hojas secas y se echó a descansar.
Despertó espantado al sentir un dolor en los tobillos que le calaba hasta los huesos. Bajó la vista para descubrir a dos gigantescos caimanes que lo arrastraban, uno por cada pierna, hacia lo profundo del manglar. La nuca raspaba la hierba mojada, el agua superaba su cintura y los coletazos de los saurios se escuchaban como único sonido de fondo. No opuso resistencia, ya nada se podía hacer.
El muchacho no sentía la presión de los afilados dientes desgarrando sus pantorrillas. Miraba subyugado el cielo, la luna en cuarto creciente y al centro del universo, la Vía Láctea desparramando belleza. Una bandada de patos trasnochados surcó el espacio, una estrella fugaz se descolgó, zambulléndose en el mar caribe.
Tebi disfrutó de esos segundos de infinita libertad, y al momento en que sus pulmones comenzaban a llenarse de agua, agradeció al creador por permitirle vivir su final de la forma mas digna posible, imbuido en una lucidez tan plena.
Autor
Walter G. Greulach
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¡BUENISIMO! Impactantemente bien desarrollado. La verdad, un verdadero lujo leerlo entre nosotros.
ResponderEliminar¡Y ese final! ¡Pero Dios mío! ¡Que final!
ResponderEliminarGracias Adrián. Me alegro que lo hayas disfrutado, esa es la intención de todos cuando nos ponemos a garabatear estas cosas, esperando que alguien se entretenga con ellas.
ResponderEliminarUn abrazo
Im-pre-sio-nan-te.
ResponderEliminarMuy bueno, Walter! que placer!
Se te agradece el elogio Lils, no creo sea para tanto. Te pido un favorcito. Corta el relato despues de " hasta transformarse, al final, en líneas rectas sin sentido.
ResponderEliminarTodavia no aprendo la mañita esa. Un beso, gracias
Excelente relato, Walter. Lo disfruté mucho, pese a haberlo leído en el trabajo. Muchas gracias.
ResponderEliminarUn honor leerte, no queda nada por decir que los demás no te hayan dicho, cariños
ResponderEliminarEs interesante comentarles que la parte del avión y algunas circunstancias aisladas, son anecdotas tomadaas(con su permiso) de la vida de un amigazo ecuatoriano, Ramiro Leon Noboa. Lo del accidente de avión por ejemplo.
ResponderEliminarUn abrazo
¿Eso fue verdad? ¿Se tiró desde el ala? ¡Uy, Dió! ¡Se me puso al piel de pollo!
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