Se sacó la ropa y temblando se acomodó en la cama, pegada a la espalda de Pablo, buscando su calorcito. En las cinco cuadras a pié desde la estación se congelaba, no tanto por el frío, sino por la humedad que le iba perforando los huesos en mayo.
La espalda de Pablo, siempre dormido a esa hora, era el único refugio seguro en esta ciudad. Antes tenía que lidiar con el abarrotamiento del tren, donde las espaldas que se pegaban a la de ella no eran confortables ni amigables. Antes, tenía que lidiar con la banalidad de los compañeros de la nocturna, y antes, con los hijos y las tareas de la casa donde trabajaba. Pero se habían propuesto progresar, y para eso necesitaba terminar el secundario y trabajar porque el sueldo de Pablo en la curtiembre no alcanzaba.
Eso les costaba reducir a nada el tiempo para estar juntos, pero algún domingo o feriado, cuando no iban a comer a la casa de la suegra, podían tener un poco de intimidad, y hasta salían a caminar con el viento y el sol dándoles en la cara.
Entonces Pablo le prometía que todo cambiaría pronto, cuando le llegara el ascenso en el trabajo y entonces ella dejaría todo para quedarse en casa y tener hijos.
Aylén se iba quedando dormida acariciando el pelo enrulado de su compañero, sin querer pensar que al otro día, bien tempranito, empezaba la misma rutina. Tren, trabajo, subte, colegio, tren, el frío de la noche, y buscar finalmente la tibieza de la espalda dormida.
Algunas noches soñaba que estaba subida en lo alto de la barda*, que el viento bravo del sur la empujaba y que cuando estaba a punto de caer salía volando convertida en cóndor y se encontraba allá arriba con su Pablo, también cóndor. La sensación de libertad que le daba ese sueño la hundía cada vez más en su realidad amarga de horarios ajustados y viajes pedestres donde se perdía en una caravana de hormigas ensimismadas en su labor.
En el tren le prestaba especial atención a las madres que llevaban a sus bebés a la guardia del hospital, bebés con problemas respiratorios, ahogados en sus flemas, que tendrían que esperar horas para ser atendidos por un médico.
Y que no solucionarían su problema, porque se estaban intoxicando con ese aire pesado, irrespirable, contaminado por las curtiembres que tiraban sus aguas servidas a la calle; igual que ella, igual que todos algún día.
¿De verdad ella quería ese futuro para sus hijos?
Y más allá, en el centro, la cosa no era muy distinta. Los gases de los autos y los colectivos, que le hacían arder la garganta y llorar.
Fue entonces que empezó con los espasmos. Se ahogaba, tosía, no podía hablar, se quedaba sin aire.
Pablo quiso que dejara todo, que se quedara en casa, esperándolo. Pero en casa era lo mismo, no había aire puro. No había aire.
En pleno junio abría las dos ventanas y la puerta de par en par, y nada.
Solo en su fantasía nocturna de cóndor se le expandían los pulmones, llenos de oxígeno y vida, entonces podía resistir un poco más al despertarse.
El médico diagnosticó asma bronquial y le recomendó reposo.
Pero dentro de las dos habitaciones de la casa no solo no había aire, sino que ya no contaba con la espalda tibia de Pablo, que para cubrir los gastos había tomado dos turnos seguidos.
Cuando esa noche de sábado Pablo le pidió que lo hicieran sin cuidarse para que quede embarazada, porque a ella lo que le hacía falta era un hijo del que ocuparse, dijo, le dieron vómitos y tuvo que levantarse y salir afuera.
Los trenes que van al sur salen de la estación Constitución.
Aylén tomó el primero que salía con su bolsito de mano, después le escribiría a Pablo, y si quería seguirla, que la siguiera.
Hasta pasando Azul respiró como pudo, ayudándose con la ventanilla abierta y con el ventilador, lo que armó un revuelo de pasajeros muertos de frío. Entonces se encerró en el baño y sacó la cabeza por el ventiluz circular, trepada al inodoro.
Al llegar a Río Colorado sintió el alivio y pudo por fin, quedarse dormida. Estaba en su tierra, el río marrón y el desierto más allá así lo confirmaban.
Para cuando llegaron a Choele Choel su palidez cadavérica había dejado paso a un leve matiz sonrosado y respiraba normal.
Una camioneta vial la dejó a las puertas mismas de la reserva.
Lo primero que vio fue a dos chiquitos morenos como la tierra jugando con barro, sus mejillas ásperas y rojas por el viento y el sol. Tal vez fueran sus dos nuevos sobrinos. Más allá los abuelos indios conversando, y más allá todavía, su rancho.
Aylén se abrazó con los suyos sin preguntas ni respuestas.
Tiró el bolso y salió corriendo hacia lo alto de la barda. Dos sombras se recortaron en el árido suelo en el preciso momento en que ella llegaba a lo más alto. Eran dos cóndores que danzaban dando giros sobre ella.
Entonces supo que había hecho bien.
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* . f. Arg. En las montañas de la región patagónica, ladera acantilada o barrancosa.
Este es un refrito del año pasado. Me sucede con esto lo mismo que me sucede cuando releo algo que escribí hace un tiempo: le veo un montón de defectos y pienso que tendría que re-escribirlo casi totalmente.
ResponderEliminarMe gusta la historia, pero no me termina de gustar la forma en que la conté. Supongo que eso se debe a que me sobra imaginación y me falta técnica. En eso andamos, tratando de pulir la técnica.
Espero sus opiniones al respecto.
Gracias
a mi me emocionó en su momento y me emocionó ahora, otra vez. hay algo que me llega profundo, más allá de los detalles.
ResponderEliminartodas las cosas son "mejorables", me pasa con algunos cuadros también. a veces dá de meter mano y a veces no. si dá, lo hago, remasterización se le dice....;-)
Y ya que estamos, propongo: ¿Por qué no cambiamos el nombre del blog por "EL REFRITO QUE VUELVE Y SALE CON FRITAS"? ¡No me digan que no tiene posibilidades!
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