24 sept 2010

Dedos de Pintura


Miraba estupefacto la pared de su departamento, despertó sentado en el sillón de la abuela que le había regalado su madre. Dolía todo, pero más la cabeza y las manos. Se las miró. Estaban manchadas de negro. La tinta le subía por los dedos hasta la muñeca y notó que las yemas latían lastimadas, sangraban apenas, sangre casi seca.

La habitación giraba como un barco pirata mecido por las olas de una tormenta que se va hacía el horizonte, arrastrando las nubes negras y dejando la llovizna rezagada.

Tardó en recuperar los sentidos aturdidos, los manchones de la pared se estaban aclarando en líneas, en frases, palabras. Se aclaraban en su caligrafía.

Recordaba fuego y sabía que estaba enfermo. O al menos lo suponía, no era normal hacer lo que hacía, poder hacer lo que hacía. Lo que le obligaban quizá, no era su elección ni lo quería.

Era cuestión de los Dioses, del Dios, de todos los que habitan las estrellas.

Se miró las manos negras y lastimadas.

Sonrió de manera lastimosa.

Estaba cansado y ya sabía que era lo que hacía una persona cansada.

Se equivocaba.

Se levantó tambaleando, tomándose la cabeza tratando de que se quedase quieta de una puta vez, si odiaba algo más que el dolor eran las nauseas. Se acercó a la ventana y desde el piso 15 miró la ciudad.

Mientras contemplaba las personas ir de un lado a otro se dio cuenta que todavía sonreía. ¿De qué?, no tenía motivos para hacerlo, ninguno. Ni el efímero recuerdo de la felicidad que existió en su vida.

“¿A que vida me refiero?”, pensó.

Regresó al sillón y contempló la pared garabateada, una línea tras otra, las palabras dibujadas sobre la pintura ocre.

No recordaba haberlas escrito, como tampoco la vez que había dibujado una plaza que nunca había visto, o si compró o no un CD de una banda que nunca había escuchado.

Había momentos que no sabía si estaba despierto o soñando. No sabía que era lo que comía, suponía que lo hacía en algún momento porque la cocina estaba completamente sucia, llena de platos, vasos y cubiertos mugrientos.

El sillón era cómodo, nunca encontraría uno mejor que ese. No existía uno mejor que ese. Tan mullido que era como sentarse en una nube, igual que ponerse los auriculares y escuchar vuelta por el universo de Cerati y Melero.

Suspenderse de la vida terrenal.

Se volvió a mirar las manos manchadas de tinta.

Las yemas lastimadas y la sangre seca que salpicaba el apoyabrazos.

La sien le golpeaba todavía, igual que la maza de un camionero tanteando las ruedas en un parador desierto del sur. Golpe tras golpe. Uno más fuerte que el otro.

La puerta cayó delante de sus pies mientras se esfumaba al igual que la última pitada.

Ni bien entraron en el departamento se llevaron las manos a la boca y nariz, el olor era nauseabundo y la luz escasa. Uno de los hombres encendió la linterna y recorrió el lugar hasta dar con unos pies descalzos. Los siguió por las piernas, la ingle, panza, torso; completamente desnudo, de un color gris oscuro. Llegó al rostro y no pudo evitar que el espasmo de su estómago dejase que de su boca salte un poco de vómito.

–¿Cuánto debe llevar así Doctor?

–Al menos una semana –dijo acercándose al sillón donde descansaba el cuerpo. –Trate de dejar quieta la linterna por favor.

El médico miró al hombre muerto en el sillón, sonreía, estaba seguro. Sus ojos estaban blancos y abiertos, fijos al frente. Se incorporó y tomó la linterna que el portero, todavía cubriéndose la boca, sostenía tambaleante. El haz de luz discurrió por el piso hasta la pared, la recorrió apresurado primero, viendo hasta donde estaba escrita. Luego, al ver que iba de lado a lado, se alejó del cuerpo inerte y posó toda la atención a las palabras.

Chocó con algo.

Bajó la linterna y vio en el piso, un cuadro pintado con bastante exquisitez. Era una plaza hermosa y colorida, pero extrañamente vacía. Lo que había pateado había dado contra la pared en un sonido roto. Un CD.

Lo tomó y quedó contemplándolo por un rato largo, eterno.

Un perro ladró en el pasillo.

Sintió una humedad caliente, no era del ambiente, no era lluvia de verano, ni el vapor del tren que ha perdido.

El perro lo despertó de su sueño, o lo sumergió en él. Era difícil distinguir entre ellos, entre la vejez y la juventud de un corazón en vaivén.

Despertó en la plaza, en el lugar que había vivido casi toda su vida.

La música le llegaba desde el otro extremo como un brazo de notas dulces, los chicos que festejaban vaya uno a saber que cosa, se los notaba felices, y los envidió.

Le dolía la cabeza y la punta de los dedos, se los miró, estaban manchados con los colores de las tizas que levaba en su bolso hecho con un pedazo de jean.

Había dibujado una habitación, varios hombres estaban en su pintura, uno de ellos sostenía una linterna mientras otro sonreía sentado en un sillón.

–No se si tiene para escucharlo, pero se lo regalo igual –la voz lo sorprendió arrancándolo de su pintura en la vereda de la plaza. Levantó la vista y vio a uno de los chicos que le alcanzaba algo. Era un CD.

–Acabamos de editarlo –le dijo sonriendo y al ver que no lo tomaba continuó. –Una de las canciones habla de usted. Es el primero, el nombre del disco.

Miró el disco que le tendía el chico, después de unos segundos revisando la tapa (un garabato de un hombre dibujando en una plaza rodeado de una llamarada), lo agarró y leyó el nombre del disco.

“Dedos de Pintura”.

El medico aguzó la vista forzándola en medio de la oscuridad y el olor tenso que parecía tomar cuerpo.

Una y otra vez estaba escrito en la pared ocre la frase, “Dedos de Pintura”.

Se volvió al portero y sonriendo le dijo.

–Escribió la canción del primer disco que sacó mi hijo, ¿que loco no? –preguntó, sé preguntó. Ya era hora de ponerle fin a esa discusión absurda y distanciadora.

Volvió a mirar la tapa del disco y sonrió pensando.

“Dedos de Pintura”, buen nombre.-

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