14 abr 2010
¿Te enteraste quién murió?
Paladeó un trago de mate cocido con deleite mientras raspaba dos rodajas de pan cereal que se habían tostado de más. Juancito y Sandra acababan de marcharse a la escuela y su mujer, que tenía cita con el médico, se llevó el auto y no volvería hasta pasado el mediodía.
Inclinó su obesa humanidad sobre la mesada de granito negro y agarró la jalea de membrillo. Después de depositar todo sobre la mesa, chequeo si el diario Los Andes ya estaba en el frente. Salió al jardín en boxers y una remerita desteñida que no le pasaba del ombligo. Sintió más frío de lo imaginado, pero siguió adelante, no podría desayunar tranquilo si no encontraba la noticia.
Con angustia y arrebato, al medio de la vereda, buscó la sección de policiales, no llegó a ella, en la segunda página halló lo esperado:
GENERAL ALVEAR ¡ULTIMO MOMENTO!
Murió un hombre electrocutado en la bañera de una casa situada en Patricias Mendocinas. Se trataría de el reconocido gerente de una empresa pública, estaríamos en presencia de un infortunado accidente. Ampliaremos mañana.
Era todo lo que necesitaba saber, cerró el periódico y lo arrojó al tacho de basura. Aspiró profundamente y se apoyó contra el buzón rojo de lata, un leve mareo lo había desestabilizado. Miró al cielo con los ojos empapados, una sensación dulce lo embargaba. Sintió como que allí, parado frente a un nuevo amanecer, volvía a respirar aire fresco.
Doña Chicha, escoba en mano, lo miraba extrañada desde la vereda de enfrente.
—¿Se encuentra bien Hipólito? —inquirió la curiosa vecina.
—Como nunca en mi condenada vida señora —dijo el gordo pelado y regresó a su casa dando pequeños brincos, acompañados por estridentes risotadas.
Tras acabar el desayuno, se dedicó a buscar el aparato de radio que no había podido localizar al despertarse.
—Quien sabe donde lo guardó Juan —pensó aburrido el empleado municipal.
Tendría que aguardar el mediodía para observar el primer informativo por la TV. local.
Alrededor de las ocho y media se sentó en uno de los sofá del living, apoyó el termo y el mate recién preparados sobre la mesa del velador y colocó un cd de Richard Clayderman en el portátil, buscando Balada para Adeline. Era el tipo de música que lo ayudaba a relajarse. Estiró las piernas y descansó su cabeza sobre el mullido respaldo.
—Resultó más fácil de lo pensado —se dijo Hipólito Barraquero espantándose una fastidiosa mosca de su oído derecho.
En la calle, el sistema hidráulico de un camión basurero sonaba apenas perceptible. La bolsa de residuos ya estaba afuera desde ayer. No necesitaban sacarla a último momento. El perro del vecino, gracias a Dios, permanecía ahora siempre atado.
Durante los pasados once años elucubró, con morboso interés, el plan criminal. A la noche, estructuraba con precisión los pasos a dar y al día siguiente se arrepentía, a veces en el momento culmine.
Como cuando se fueron todos los empleados del departamento a pasar semana santa al Valle Grande. A sabiendas de su afición por las aves, lo invitó (solo a él) a subir a una alta montaña para observar un nido de cóndores, instalado en un escarpado precipicio.
O en aquella cena de trabajo, cuando siguió al mozo que iba por los cafés, llevando un sobrecito con un potente veneno en el bolsillo.
O la tarde en que salieron a cazar ñandúes, liebres y vizcachas al Cerro Colorado. No había nadie en mil metros a la redonda y la escopeta de dos caños temblando en sus traspiradas manos.
Siempre el miedo paralizador, junto a la puta y cobarde conciencia, dándole la razón al despreciable cuando proclamaba: —Te faltan huevos para todo Barraquero, nunca pasaras de ser un simple segundón.
Esa actitud de creerse perfecto, superior, lo desquició desde el segundo inicial de una enfermiza relación. Veintidós insoportables años aguantándolo como jefe y verdugo. Veintidós temporadas esperando lo trasladasen, se jubilara o se muriese para ocupar su puesto, para dejar de sentirse una inmunda cucaracha pisoteada y escupida. Y siempre las bromas, la humillación, el picante menosprecio.
Sus compañeros de laburo lo bautizaron con los sobrenombres más diversos: trapo de piso, el chirolita del jefe, el felpudo, el punchinball, etc, etc.
—Me voy a jubilar un día después que vos, no soportaría que un inepto total ocupe mi estratégico puesto —le dijo seriamente dos días antes.
Allí fue cuando se decidió a matarlo. Esa mañana le comentaron también que el bastardo se estaba acostando con su esposa, parece ser que era el único aun no enterado.
—Tu mejor cualidad es esa mujercita deliciosa que tenés —le expresó baboso una tardecita en que tomaba el te en su casa. No podía sacar de su mente la mirada libidinosa del cretino sobre las nalgas de Susana.
El empujón final se lo dio la propia victima ayer al mediodía. Pasado el almuerzo, el jefe lo encontró sentado en la plaza central, enfrente de la repartición pública. Hipólito estaba sumido en aguda tristeza. El abominable lo miró y sonriendo le dijo:
—Yo que vos me pego un tiro, peor no podía ser tu vida querido, para que gastar aire,¿no?
Respiro hondo, abarrotando sus pulmones de aire. Recordarlo le provocaba taquicardia y acidez.
—Todo va a cambiar desde hoy —se estimuló apretando con fuerza los puños.
Su autoestima se elevaría, mejoraría su relación con Susana. Sería promovido a jefe, ganaría más y todos, incluyendo sus hijos, comenzarían a respetarlo. Ya no habría risitas hirientes a sus espaldas y lo que era fundamental, no tendría que verle la cara al soberbio hijo de puta ese.
Sintió pena por el padre del malnacido, un venerable anciano por el que sentía cariño y respeto. El viejo (varias veces) había llamado la atención a su hijo por la forma miserable en que trataba al empleado más fiel. Cuando él estaba presente, el maldito simulaba ser comprensivo y afectuoso.
El respetable señor solía venir a Alvear muy de vez en cuando. Se notaba que no se encontraba cómodo conviviendo con el déspota de su hijo. Siempre le recomendaba a Hipólito que cambiase de trabajo y que recuperase su dignidad.
Existía un elemento incomprensible para el humillado hombre. ¿Por qué él era el único depositario de las burlas de su superior? Le dolía la forma cordial y reservada con la que, el ahora difunto, trataba al resto de sus subordinados.
Extrajo una cajita de chicles Adams de mentol del cajón de la repisa, bajo el televisor y se llevó tres a la boca. Era casi el mediodía y había comenzado a lloviznar, cerró las ventanas y entornó las cortinas. Tendría que empezar a cocinar, hacia rato que su mujer no lo hacía. Ella era de deprimirse muy fácil y se la pasaba acostada llorando y maldiciendo el momento en que conoció a Hipólito.
—Todo cambiará mi amor —musitó esperanzado.
Tuvo deseos de besarla y pedirle perdón por todo lo que no le había podido dar. Se sintió feliz, con ganas de vivir, de intentar cosas nuevas. Era otro Hipólito el que iban a conocer desde ahora. Sin el yugo del tirano, estaba liberado. Ya no sufría la opresión y el inmovilismo que le provocaba el solo verlo.
— Fue tan fácil. Unicamente empujar con un palo de escoba, desde la ventana del baño, la radio eléctrica, para que cayera adentro de la bañera donde el condenado estaba —penso Hipólito complacido.
Antes de echarse a correr, escuchó un gemido ahogado y vio unas chispas reflejarse en los azulejos. Lo tenia bien estudiado. Vivía solo, siempre se bañaba a la misma hora, cerca de la medianoche y escuchaba un programa de música clásica.
Su esposa lo saludó apática desde la puerta de la cocina. No lucia tan triste como era de esperarse por la muerte del amante.
—¿Te enteraste quien murió? —le preguntó mientras hacia señas a los niños para que dejaran las maletas en sus cuartos.
—Si, increíble, que muerte más terrible. No se la deseo a nadie, pero creo que fue un castigo divino por toda la maldad que hizo en este mundo —dijo el hombre exultante, disfrutando de este momento, soñado por tanto tiempo.
—Crei que te caía bien el pobre viejo. —dijo asombrada Susana— Mirá que venir a visitar al hijo solo un par de días al año y terminar así.
Autor
Walter G. Greulach
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Buenísimo Gerard!!! muy bueno
ResponderEliminarwow, excelente, esos hijos de puta siempre tienen suerte, jaja
ResponderEliminar¡Eso no vale! ¡Me atraganté con el mate, que te parió!
ResponderEliminarUy, que mal!! parece que "ni el tiro del final" le va a salir al pobre Hipólito!
ResponderEliminarMuy bueno, Walter, como todo lo tuyo.
Buenisimo Walter! muy bien... me gusto un monton. un abrazo!
ResponderEliminarGracias amigos. Este relato esta basado en un hecho que sucedio en mi pueblo hace como treinta años.
ResponderEliminarAl pobre infeliz al final lo descubrieron (Un testigo lo vio cuando empujo el aparato de radio.
encima real posta!!! espectacular final walter!! qué buen relato!!!
ResponderEliminarMuy bueno, Walter, muy bien contado.
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