9 jun 2010

Rictus de Felicidad

Anselmo es un buen hombre. Hago esta aclaración porque muchos no comparten su historia reciente. Sus métodos hacia la caridad, lejos de la ortodoxia, rozan lo ético (hay quienes sostienen que lo estético, también). No quiero caer en prejuzgamientos ni arrimar al lector al condicionamiento de mis ojos.

Con cincuenta y dos años, Anselmo tiene un cuerpo envidiable. Docente en Educación Física, da el ejemplo a sus alumnos al realizar los ejercicios a la par de ellos. Esto le trajo prestigio en la comunidad educativa, visto como un hombre que practica los valores que pregona.
Eligió ser soltero, evidentemente para no dejar a su madre que había quedado sola de muy joven. Doña Elba, con ochenta y tres años, era su compañía y consejera. Lo abrigaba una sensación de alivio cada vez que volvía a casa, sabiendo que la “viejita” lo esperaba con sus manos con olor a masa y la casa impregnada de churrasco.
“Qué bueno que es el nene”,   le decían siempre las amigas de Elba. Cuando las noches invernales las atrapaba en partidas de loba demasiado extensas, Anselmo se ofrecía a acompañarlas hasta sus departamentos plagados de polvo y soledad.

Beba era la mejor amiga de Elba. Cuando nació Anselmo, estuvo junto a ella los primeros días. El parto había sido difícil y en aquella época los hombres estaban ausentes de todo eso. Así fue que Beba se convirtió en un segunda madre para Anselmo.

La historia que nos convoca surgió en una circunstancia sombría, en la tristeza que nos abraza frente a lo inevitable.
Los resultados médicos no sorprendieron a Beba. En el resabio de su alma se sentía aliviada. Seis meses, un año, qué más daba. Lo que verdaderamente le molestaba era que en ese lapso no haría nada nuevo, nada que no hubiera hecho en sus ochenta y un años vividos.
Cierto día, Anselmo la acompañó a realizarse uno de esos ya inútiles estudios de los que de antemano conocemos los resultados, y fue allí cuando Beba le pidió que volvieran caminando.
-          Son ocho cuadras, Beba, tomemos el remise.
-          Esta hermoso el día, dale, che, hacele caso a esta viejita
Caminaron muy lento. Anselmo pensó que ella tenía razón; el día tenía esa hermosura embriagadora que le hace saber a uno que está donde debe.
Ella rompió el silencio.
-          ¿Sabés una cosa?, solo me arrepiento de algo en esta vida.
-          Beba, mi amor, no digas eso, si tuviste una vida maravillosa.
-          Sí, maravillosa, pero jamás conocí a un verdadero hombre.
Anselmo se petrificó, nunca hubiese sospechado una confesión en ese sentido, sin embargo reaccionó.
-          Pero si vos me contaste que tuviste algunos pretendientes en tus épocas mozas.
-          Sí, grandes valores, por eso los eché apenas pude.
-          Bueno, Beba,  yo tampoco encontré el amor, pero uno puede seguir viviendo…
-          ¿Amor?, jajaja, no, mi vida.
Beba se detuvo, lo tomó de las manos y en voz suave, como en secreto, le dijo:
-          No hablo de amor, me refiero al sexo. A tener sexo con un hombre que me satisfaga hasta hacerme olvidar el dolor de artrosis.
-          ¡Beba!, por favor…
-          Ay, Anselmo, ya somos grandes para ruborizarnos por estos temas.
-          Sí, pero…
-          Dale, vamos, solamente quería compartir con vos mi gran frustración como mujer, es una especie de catarsis que hago.
Siguieron caminando. En el silencio, Anselmo escuchaba en su cabeza el silbido de un huracán.

Un mes más tarde, la enfermedad obligó a Beba a permanecer postrada. Entre sus amigas y el bueno de Anselmo cuidaban de ella. A él le tocaba darle el almuerzo los martes y jueves; cena, los lunes y sábados. Sin embargo, el hecho aconteció un viernes a la noche, cuando Anselmo les ofreció a las chicas tomar el turno de Julia para que se juntaran a jugar un partido de loba,  así se les haría más llevadera la carga de su amiga.
Beba se sorprendió gratamente cuando Anselmo apareció por el cancel con una sonrisa tierna y un plato de municiones humeante. La ayudó a incorporarse y mientras ella tomaba pequeños sorbos de la sopa, él le peinaba con sus dedos los escasos cabellos que se rebelaban fuera del rodete.
-          Anselmo, hijito, ya queda poco, te juro que hubiese preferido que todos ustedes no tuvieran que cargar con esta decrepitud.
-          ¿Decrepitud?, por favor, sos una mujer bella, siempre lo fuiste.
Tomó un trapo húmedo y limpió los restos de comida de la comisura de los labios. Colocó el plato en la mesa de noche.
Quedaron en silencio, intercambiando una mirada sincera, profunda. Anselmo le acariciaba el rostro y ella sonreía como una novia.

No sabemos ni conocemos las cavilaciones que Anselmo tuvo para cometer aquel acto magnánimo (atroz para algunos), pero sabemos que su actitud careció de titubeos y medias tintas.

Anselmo besó la frente de Beba. Beba besó la frente de Anselmo. Él le besó los labios. Ella abrió la boca.
Muy despacio, desabotonó el camisón rosa. Beba tembló cuando Anselmo deslizó hacia arriba la enagua salmón, como el envoltorio de una prenda fina.

Es innegable que Anselmo tuvo que ayudarse con el poder de la mente para conseguir esta caritativa meta. Es de suponer que mientras penetraba dulcemente el cuerpo frágil de Beba, no hacía más que pensar en la profesora Graciela, su compañera y amante furtiva del campo de deportes municipal: la primera vez se habían cruzado en los baños. Ella lo buscaba desde hacía tiempo. Se paró frente a él y no lo dejó avanzar. Anselmo la tomó de los pelos detrás de la nuca con brutalidad. La besó con furia. Ella le agarró la mano  libre y la colocó sobre su enorme y duro culo, obligándolo a apretar hasta el calambre. Hicieron en amor ahí mismo. Parados. Los joggings por las rodillas y la cara de Graciela apoyada contra los azulejos blancos.

En todo aquello debió haber pensado Anselmo cuando terminó dentro de una impalpable Beba. Resopló por la nariz; eso a Beba le pareció una brisa en un desierto incandescente. Todo fue con naturalidad. Beba le agradeció entre lágrimas e, inmediatamente, comenzó a contarle historias de cuando Anselmo era chico y venía con su madre a visitarla. No tardó en dormirse.

Beba falleció a los seis meses. Demasiado largos e ideales para que los rumores se aceleren en forma de epidemia.

Anselmo jamás hubiese sospechado que Beba contaría a sus amigas, como un testamento hilarante, una de sus más satisfactorias conquistas.
Como colegialas excitadas, reían al ver a Anselmo y se ruborizaban cuando les hablaba. Él fingía. Cierta vergüenza lo carcomía, pero sabía que lo que hizo había sido por cariño y cristiana caridad.

En los dos años que siguieron, cinco ancianas gozaron del “estupendo” (así lo calificaban) cuerpo de Anselmo. Dos de ellas fabricaron inexistentes sentencias de muerte, a otras dos la vida se les escapaba como un tren mal calculado, y  la quinta y última expiró bajo los trabajados pectorales del profesor.
Su rictus denunciaba una misteriosa felicidad.

4 comentarios:

  1. Pero Fede, había posteado y yo sin enterarme!
    Más tarde vengo y leo todo.
    Saluditos

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  2. ¡A la pelota que me resultó cojedor el Alselmo! ¡Esas abuelitas si que le vieron la cara a Dios!

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  3. jaaaaaaaaaa!!!! buenísimo fede. qué caballero este anselmo... una ternura.... todo sea por la causa? je.
    besosssssss

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  4. Ayer y anteayer no pude acceder a este blog ni al mío de blogger ¿a alguien más le pasó?

    Bueno, Fede, te digo que me encantó! La historia tiene humor, ternura, picardía, y esa es una mezcla que me resulta deliciosa.
    Vivan los Anselmos, y que haya muchos más!!! jajaj

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