Que Ariana y yo celebraríamos el primer aniversario en el restorán de comida mexicana donde nos habíamos conocido, estaba claro desde el principio. Así que había hecho la reserva una semana antes, diciendo que queríamos una decoración especial en la mesa, que describí detalladamente.
Entramos radiantes, con el triunfalismo de quienes saben que superaron un año difícil. Así que no entendíamos la confusión del mozo tratando de explicarnos algo que no tenía pies ni cabeza.
El discurso que incluía frases como “derecho de admisión” “parejas normales” y otras incoherencias, terminó significando que teníamos que irnos porque en ese lugar no se permitía que las parejas de lesbianas celebren su aniversario. Ni ninguna otra cosa.
- Acá a diez cuadras hay un lugar para gente como ustedes.- Concluyó el tipo que salió de atrás y nos empujaba sin sutileza hacia la salida.
- Qué paradoja- dijo Ariana en voz demasiado alta- que gente que se gana la vida haciendo tortillas no acepte…
-¿Qué decís? Vámonos, no hagamos escándalo-. La frené dándole un codazo.
Era absurdo todo, pero más que nada que Ariana sacara a relucir un sentido de la ironía que yo no le conocía, en un lugar público. Más absurdo todavía era que yo buscara una imagen poética a la cual aferrarme para limpiar el futuro recuerdo de ese día. Encontré algo sobre las mesas. Los potes con guacamole, frijoles refritos y salsa picante, redondos y llenos de color, se convirtieron en ojos. Fueran del color que fuesen, tenían una mirada condenatoria, algunos, escandalizada. Los más, desilusionada.
Los comensales, aparentando normalidad, se sumergían en las copas de tragos Margarita.
Descubrí que todos los ojos eran una copia de los ojos de mamá cuando le presenté a Ariana, o de Pablo, cuando le dije la verdad.
Empujadas hasta la vereda por un grupo pulposo de brazos al que no le pude ver los ojos, rogábamos al unísono que viniera un taxi pronto. Antes de que los que espiaban por las ventanas de toda la cuadra salieran a lincharnos. Así de poético.
El sonido de unas ruedas acompañadas de un chillido de fierros rozándose parecía venir hacia nosotras desde una distancia de dos cuadras.
Me levanté masajeándome el cuello justo cuando la camilla guiada por dos hombres de verde pasaba a toda velocidad por el pasillo del hospital. Me había quedado dormida esperando el parte médico, y claro, lo del restorán había sido un sueño. Nunca llegamos. Un tiroteo entre no se quien y no se quien. Una bala perdida que había ido a parar a la ingle de Ariana. Era ella la que ahora estaba abierta al medio en un quirófano, aunque quisiera ser yo para estar anestesiada cuando vengan a decirme que...
Supe que se acercaba mamá porque reconocí su taconear nervioso sobre el piso de mosaicos. Y porque siempre que ella se acerca la antecede, como un perfume, una mala onda que me hace entrechocar los dientes.
La dejé recitar el discurso que traía preparado, que como de costumbre filtré hasta hacerlo tan ininteligible como un coro de nipones gangosos.
Levanté la cabeza sólo cuando oí la pregunta que usa como remate para toda ocasión:
- ¿Por qué ME hacés ESTO, Mariela?
Entonces empecé a sacudirme. A sacudirme por algo que creí una crisis de llanto.
- ¡Hey! Flaca…flacuchi.
No era llanto lo que me sacudía, era Pablo. Lo debo haber mirado mal.
Lo raro no era el sueño dentro de otro sueño ni que me acordara de todo, lo raro era que despertarme con el brazo de Pablo rodeando mi cintura me pareciera obsceno.
- Evidentemente la comida mexicana me cae mal-. Dije desprendiéndome de él con un revolear de sábanas.
- Y el tequila-. Remató Pablo- Dale, levantate que preparo café. A las cuatro tenemos que llevar a mi hermana a Ezeiza.
Tuve que mirarme un rato largo en el espejo del baño para reconstruir mi realidad, cosa que no me trajo ningún alivio.
No sabía si tomarme lo que quedaba del tequila con un blister de ansiolíticos, tomarme el palo o decirles a todos la verdad. Sobre todo a ella.
Me asomé al cuarto donde Ariana dormía ignorando mis sentimientos. Tan hermosa. Cerré la puerta despacito y dejé que siga siendo mi cuñada. Me tomé el café, salí al balcón a fumar y tres horas más tarde la acompañamos con Pablo al aeropuerto.
Me esforzaba en buscar un lenguaje poético para guardar el momento, y me aferré a una chispita de amor correspondido que atravesó sus ojos de aguacate fresco. Y me quedé esperando que venga de México en sus vacaciones, toda la vida. Así de poético.
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